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Inclusiones 2020: Elkin Ramirez, el grande, el rockstar, el titán.

Inclusiones 2020: Elkin Ramirez, el grande, el rockstar, el titán.

 

No parece que exista una figura dentro del rock colombiano comparable a Elkin Ramirez, fundador y frontman de una de las bandas icónicas del género: Kraken. Hablar de Elkin es complicado, puede hacerse como músico o como ser humano. 

En el museo del rock teníamos claro que el legado de Elkin no solo en sus canciones sino en la influencia e importancia historica para nuestra escena y para la cultura nacional es de vital importancia.

Compartimos este extenso y maravilloso artíclo publicado originalmente por la Revista Bakánica en el siguiente enlace: https://www.bacanika.com/seccion-historias/elkin-ramirez.html

Todo hombre es una historia: Elkin Ramírez

ARTÍCULO DE LA REVISTA BAKÁNICA
Por: Jorge Pinzón Salas
Ilustración: Juan Gaviria
3-Febrero-2017

Este es Elkin Ramírez, un guerrero del heavy metal colombiano
contado a través de los ojos de sus familiares y amigos.

I. Frágil al viento

En la sala de su casa en el barrio Belén, de Medellín, Oliva Zapata cuenta que en treinta años fue a casi todos los conciertos de su hijo en esa ciudad. Al Poblado, a Manrique, al Cerro Nutibara.

—Donde tuviera que ir a ver a mi muchacho, iba —dice.

Cogía un bus, pagaba su boleta y entraba a ver cantar a Elkin Fernando en una taberna, un parqueadero, un teatro o una plaza de toros.

—Pero nunca, nunca me le metí en el camerino —aclara doña Oliva.

A pocos pasos de esta sala, en una alcoba que da a una calle tranquila, Elkin Ramírez pasa sus días acostado en una cama ortopédica, como la de un hospital, sumido en la duermevela a la que lo inducen algunos de los medicamentos que le prescribieron los médicos.

Una cortina gruesa lo protege de la luz, pues es fotosensible, y evita que los curiosos se asomen a la ventana de su cuarto, que da a la calle. Al frente de esa ventana cuelga la pancarta que durante los últimos días los medios colombianos han mostrado en fotografías y videos: un tela de plástico blanca de ocho metros de largo por dos y medio de ancho, que en mayúsculas doradas dice: “Fuerza Elkin”, y debajo, en cursiva pegada: “Maestro de la Vida”. A un lado, una K gigante rebasa los límites de un círculo: es el logo de Kraken.

La alcoba tiene, además de la cama, una mesa con un televisor encima, una silla de ruedas que últimamente permanece plegada contra la pared, una colección de sombreros y bufandas apilados, una silla de masajes reclinable que le regaló el teclista de la banda, y un trofeo y una medalla al mérito que le otorgaron Concejo de la ciudad y la Asamblea Departamental de Antioquia, y que Elkin no pudo ir a recibir por su mal estado de salud.

Amigos cercanos han ido trayendo sus pertenencias hasta su casa en el barrio Belén. La ropa que lucía en los shows, los libros, la música que fue dejando en casas de personas conocidas, casi todo está guardado en cajas que reposan en un cuarto del segundo piso, al que se llega por una escalera cuyo barandal lo atraviesa la palabra “Kraken” troquelada en hierro negro. Desde niño y hasta que se fue a vivir a Bogotá, hace catorce años, esta alcoba fue su refugio, la guarida en la que se encerraba a escribir canciones o pintar desnudos, rostros de mujeres, cuerpos de seres surreales en atmósferas rojizas, amarillas y grisáceas que vendió durante algunas épocas de su vida.

En la casa de Oliva Zapata siempre ha habido música. Su gusto fue siempre heterogéneo: del tango a la balada pasando por la cumbia y la champeta. En los primeros años de vida de Elkin, además de la música que sintonizaba en Radio Reloj, la emisora del momento en Medellín, Oliva escuchaba los discos que en una radiolita ponía Daniel, su esposo, comprador frecuente de long plays a crédito en los almacenes de la Carrera Junín, en el centro de la ciudad. Bach, Mozart, Beethoven… De Beethoven me mostrará Daniel orgulloso, días después, su colección completa de las nueve sinfonías en una caja de lujo.

—Yo llevaba esos discos para que mis hijos conocieran lo que era la verdadera música —recuerda hoy Daniel Ramírez, de 77 años, pensionado hace más de diez, amigo íntimo de Elkin, su segundo hijo.

Entre los discos que les llevaba a sus cinco hijos, hubo dos en particular que, según él, alguna semilla debieron sembrar en la empírica formación musical de Elkin: uno fue Pedro y el lobo, de Prokofiev, en una edición que les enseñaba a los niños a distinguir los sonidos de una trompeta, un trombón, un oboe, y a conocer la estructura de una orquesta. El otro fue Piccolo, saxo y compañía, el primer long play que le regaló Daniel a su hijo Elkin Fernando.

—Gozó con ese disco lo que usted no se imagina.

En el libro Kraken 30 años, del periodista Rafael González, Elkin cuenta que todos los sábados por la tarde su padre llevaba a casa cuatro o cinco discos. “Los domingos en la mañana nos despertaba con música clásica mientras hacía el desayuno”. En una ocasión Daniel compró tres joyas con las que Elkin se abriría a nuevos asombros musicales: Tom Jones, The Platters y The Beatles.

De las melodías clásicas pasaban, en el radio o en el tocadiscos, a las coplas y boleros de Los Panchos, Los Tres Reyes o Los Tres Diamantes.

Pero este mediodía soleado de principios de enero de 2017 el hogar de la familia Ramírez Zapata está en silencio. No suena ninguna canción en la casa donde creció Elkin Ramírez, fundador, vocalista y líder de la banda de heavy metal más sólida que ha tenido el rock colombiano: Kraken. 

II. Sin miedo al dolor

Al pie de sus dos equipos de sonido, Daniel Ramírez mueve ligeramente la cabeza de un lado a otro, columpia en el aire el índice derecho como si estuviera dirigiendo una orquesta, y con golpes de pie en el suelo sigue el ritmo de la canción que acaba de poner: “Vestido de cristal”, uno de los éxitos de su hijo, la balada rock con la que el grupo de Elkin Fernando llegó a la radio comercial en 1989.

Si su vestido de cristal
se quiebra en silencio...
¡qué débil es su disfraz!

Daniel abre una botella de Black Label, sirve dos tragos y dice:

—La voz de Elkin es de barítono alto, como la de su admirado Camilo Sesto. Cuando venía aquí a mi apartamento Elkin me decía: “Papá, póngame a Camilo Sesto”.

Y Daniel le ponía “Jamás”, la favorita de Elkin. Y Elkin cantaba a pleno pulmón:

Que no me falte tu cuerpo jamás, jamás.
Ni el calor de tu forma de amar, jamás.

Desde que empezó a preferir la compañía de los libros y los discos a la convivencia en pareja, Daniel vive solo, en un apartamento de una unidad residencial de clase media en Medellín.

Deja de sonar “Vestido de cristal” y saca un disco de Camilo Sesto.

—¿Sí oye ese grito?

—...

—Muy parecido al grito del hijo mío.

Al tercer vaso de whisky abre la caja de un CD que Kraken grabó en vivo con la Orquesta Filarmónica de Bogotá, y en el clímax de “Sin miedo al dolor”, cuando retumban al fondo los coros de un público enardecido, dice:

—Oiga cómo sube y cómo baja mi hijo. Oiga ese grito….

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Las trompetas del cielo anuncian guerreros,
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Del mismo álbum pone en seguida la versión orquestal del clásico “Lenguaje de mi piel”, ese otro hit que se anotó Kraken y que lleva poco menos de un cuarto de siglo sonando en bares, cafés y en emisoras tanto juveniles como románticas. Y que comienza así:

Mentiras, mi voz aún no ha muerto…

III. Los misterios no hablan

La voz de Elkin Ramírez nunca pasó desapercibida. Ni al final de la niñez, cuando Oliva y Daniel lo escuchaban cantar junto a sus hermanos y vecinos de cuadra, a quienes organizaba en un semicírculo para que le hicieran los coros. Ni en el colegio donde no pudo terminar su primera presentación en vivo, porque un profesor, al verlo tropezar y caer al piso en mitad de una canción de Led Zeppelin, lo bajó de la tarima acusándolo de haber subido a cantar borracho, cuando en realidad el muchacho no se había tomado ni un trago. Ni en los primeros toques nocturnos en los que interpretaba covers de heavy metal. Ni en su debut con Kraken en 1984. Ni en los últimos conciertos que dio antes de que su voz prodigiosa se apagara para siempre.

—Técnicamente, su timbre de voz es de contratenor, con un rango muy amplio —dice Mario Montero, profesor de técnica vocal nacido en la costa Atlántica, que no recuerda haber oído hablar nunca de Elkin Ramírez ni de su banda, Kraken—. Es sin duda una voz única, bastante original. Maneja tonalidades muy altas, y de mil cantantes hay uno que nace con estas características.

Desde que asumió la música como un destino inapelable, Elkin Ramírez se dio a la tarea de educar su voz. En el libro Cómo cantar, de Graham Hewitt, encontró pistas valiosas para entrenar las cuerdas vocales. Escondido tras una puerta escuchó, tomó nota y memorizó las lecciones de canto de un profesor universitario que le serían sumamente útiles para dictar sus propias clases.

—La magia de su voz se debe en gran parte a sus prácticas de respiración —dice César Toro, amigo de Ramírez y uno de los asistentes a las clases de canto que al inicio de la década de los noventa el vocalista le dictó a un pequeño grupo de alumnos en el mismo cuarto al que por estos días entran a visitarlo familiares, amigos, enfermeras, ex novias y uno que otro fan conocido de hace años.

Aquellas clases representaron una exigua pero oportuna fuente de ingresos durante años. Elkin enseñaba solfeo, afinación, respiración.

—Inflaba bombas como parte de su disciplina para ejercitar la caja torácica, para respirar y cantar mejor —recuerda Toro. 

IV. No te detengas

En las últimas semanas, la música que Elkin ha escuchado durante sus lapsos de vigilia se la ha puesto Andrés, su hijo, en una grabadora pequeña. Andrés es productor artístico y actor en el Teatro Musical de Colombia. A finales de diciembre sacó de la colección de música de su padre un disco de Sting, uno de Chicago y uno de U2, y le preguntó: “Papá, ¿querés que te ponga música?”.

Elkin le respondió con un movimiento afirmativo de los ojos y la misma sonrisa que Andrés le vio dibujada en la cara la mañana de octubre en que una pancarta gigante colgada frente a su casa lo sorprendió al despetarse.

La noche anterior, armados de escalera, taladro y tachuelas, y con camisetas negras con el logo de Kraken impreso en el centro, cuatro tipos habían fijado la pancarta a una tapia alta y grafiteada que podía verse desde la ventana del cuarto de Elkin. Era el regalo de cumpleaños de los integrantes de la banda Tres de Corazón para su ídolo. Fue la mejor forma, la más sentida que hallaron estos músicos de Medellín de agradecerle el ejemplo y expresarle su solidaridad a quien consideran un maestro. Ese día de octubre Elkin cumplía 54 años.

V. Soy real

Desde una esquina del barrio Laureles, contiguo a Belén, Elkin vio por primera vez a un grupo de rock tocando en vivo. La escena lo tomó por sorpresa. Iba caminando desprevenido con un amigo del vecindario y encontró de pronto a Judas, la legendaria agrupación paisa, tocando en la terraza de una casa.

Eran los años setenta, y Emerson, Lake & Palmer, Jethro Tull, Foghat y The Rolling Stones tronaban en las fiestas que más le gustaban a Elkin. En otras el jaleo era con Los Hispanos, los Latin Brothers o Nelson Henríquez, pero como nunca aprendió a bailar, en esas fiestas se quedaba sentado.

En una época en que las grabaciones originales de los grupos de rock europeo y americano no se conseguían en Medellín, su padre le enviaba por correo, desde una Caracas próspera y abierta al mundo, casetes de Queen, Pink Floyd y Led Zeppelin. Daniel administraba una empresa en la capital venezolana, adonde se había ido a vivir.

En una de las dos o tres visitas que podía hacer a Medellín cada año, Daniel regañó a Elkin por dejarse crecer el pelo:

—Mirá cómo se ven de horribles esos muchachos con ese pelo largo…

Oliva recuerda hoy que en ese entonces le dijo a su marido:

—No, no, no, dejáme al muchachito quieto. A él le gusta su pelo largo. Dejálo. Oíste, ¿por ahí no dibujan a Jesús de pelo largo, y no lo ven dizque muy hermoso? ¿Por qué mi hijo no puede tener el pelo largo? 

VI. Todo hombre es una historia

Elkin Fernando Ramírez Zapata —delgado, de estatura promedio tirando a bajito, ojos color miel, pelo castaño, facciones finas, acné leve— pasó por un puñado de colegios antes de graduarse del laico y no muy bien reputado Liceo Remington, ubicado en el barrio Boston, cerca al centro. El Calasanz, de los padres escolapios, había sido el primero. Tan fuerte era la animadversión que le provocaban los curas de ese plantel, que a un profesor de catecismo le dijo que no podía volver a clase porque su religión no se lo permitía.

La primera banda que lo fichó en su etapa escolar se llamaba Lemon Juice, con la que interpretó doce covers de los grupos que le agitaban la cabeza entonces. Van Halen, Black Sabbath, Led Zeppelin. Luego participó en proyectos fugaces: Mortero, Hearts, Ship, Ferrotrack y Kripsy, donde fue protagonista y testigo de excepción de la incipiente movida undenground de Medellín entre finales de los setenta y comienzos de los ochenta. A lo largo de esos años llegó a interpretar, sumados los repertorios de todas las bandas por las que pasó, la pasmosa cifra de 172 covers de Iron Maiden, Ronnie James Dio, Mötley Crüe y Def Lepard, entre un largo etcétera de las glorias del rock que veneraba, gracias a las cuales aprendió a estructurar una canción: intro, coro, precoro, poscoro, solo de teclados, solo de guitarra. “Es la formación más interesante a nivel musical, como disciplina, que he tenido hasta el momento” reconoce Elkin en el libro de Rafael González.

Aquellos covers los ensayó en un cuarto pegado a la cocina que Oliva, cómplice y alcahueta siempre, dejó que su hijo forrara con cajas de huevo para aislar el sonido. Pero el estruendo que hacían Elkin y sus amigos no lo soportaron los vecinos, y los músicos tuvieron que irse con su rock duro para otra parte.

Sacaba esas canciones a oído. A punta de escucharlas una y otra vez durante días enteros se las aprendía. Como su inglés era nulo y no todos los discos traían las letras, Elkin cantaba lo que su sensibilidad auditiva alcanzaba a captar.

Faltaba poco para que empezara a cantar letras de su autoría. Como esta:

Era un chico de mi barrio
que tildaban de ordinario
al no ser como los demás.
Y con su pelo en hombros
se le escapó
un día a toda esa opresión…

VII. No me hables de amor

Ya desde los remotos días en que cantaba con Kripsy, la banda que precedió a Kraken, Elkin Ramírez les firmaba autógrafos a jovencitas de todas partes de la ciudad. Una de ellas fue Amparo Gutiérrez. Rubia, ojos azules, extrovertida.

Una noche de 1983, La Mona, como le decían los amigos, fue a ver tocar a Kripsy en Studio 33, una taberna en el barrio Manrique que quedaba justo enfrente de Los Violines, el bar que ella aministraba.

—No me gustaba el rock pero una amiga me dijo: “Vamos a ver cantar a ese hombre tan lindo” —cuenta Amparo por Skype.

Al final del concierto, después de pedirle que le firmara una servilleta —“Porque usted canta como los ángeles”—, se quedaron hablando hasta el amanecer. “A ese autógrafo le falta su número de teléfono”, le dijo Amparo en un lance que hoy recuerda con picardía.

Al día siguiente del estreno en sociedad de Kraken, Elkin le ragaló a Amparo un collar de chaquiras del que pendía un dije de oro con la figura de Afrodita, la diosa del amor. Así comenzó el idilio. Él le diría a ella Charito y ella a él, Gordito.

—Llevábamos tres meses saliendo cuando quedé embarazada. Luego me enteré de que él estaba haciendo planes para irse a vivir a otro país, pero el embarazo le cambió la idea.

En una etapa económicamente difícil de la convivencia, hacían mercado cuando Elkin podía vender un cuadro o le quedaba plata de un concierto.

A medida que crecía su fama, y que más y más jovencitas se le acercaban atraídas por su melena espesa, su carisma y su voz, la desconfianza de Amparo se tornó en celos crónicos, hasta que optaron por terminar una relación de cuatro años.

—Es que Elkin llegaba a un concierto y esas niñas se embobaban —dice.

Mucho tiempo después, en una de las conversaciones amistosas que nunca dejarían de tener, La Mona le dijo: “Gordito, si yo me hubiera quedado con usted lo lleno de hijos y no lo dejo surgir”.

Después de Amparo Elkin tuvo amores, amoríos y tormentos. Cuando transitaba la treintena conoció a Olga, la modelo que a su partida le dejó el corazón roto, la misma carita de ángel por la que un amigo lo vio llorar alguna vez. Otra musa con el mismo nombre lo conquistó después. Y volvió a paladear el desamor. Se casó en diciembre de 2014 con Sandra, treinta años menor, y se separó un año más tarde.

El músico Alex Ortiz hace el gesto de cerrarse los labios con una cremallera cuando le pregunto cuál fue el gran amor de su amigo.

—A los 12 años tenía hasta ocho niñas detrás de él —cuenta su madre—. Hay una que tiene la misma edad de Elkin y cuando lo ve todavía le dice “mi amor platónico”.

El mismo año en que Amparo dio a luz al único hijo que engendraría Elkin Ramírez, nació Kraken.    

VIII. El idioma del rock

El 22 de septiembre de 1984, faltando pocos minutos para las ocho y media de la noche, Elkin Ramírez se despachó un trago de ron con miel, como en otras ocasiones lo había visto hacerlo La Mona antes de subirse a cantar.

Bajo unos bombillos embutidos en tarros de galletas pintados de negro, que hacían las veces de caperuzas alrededor de un escenario, y ante cerca de 2.000 personas que habían pagado 200 pesos por entrar al Teatro Lux de Medellín, cuatro jóvenes daban inicio, sin sospecharlo siquiera, a un capítulo fundamental de la historia del rock en Colombia.

Iniciaba el tramo más oscuro del narcoterrorismo. La mafia imponía la ley del miedo en Medellín. La corrupción e inoperancia de un Estado fallido eran el caldo de cultivo para el sicariato y los grupos de justicia privada, algunos de ellos financiados por el Cartel de Medellín liderado por Pablo Escobar.

—La música para nosotros era un desahogo a todo ese conflicto social que había —dice una rockera sin identificar en un documental de esa época sobre la historia del rock en Colombia—. Mientras que había armas y muertos, nosotros estábamos brincando y cantando todo ese desastre.

Numerosos testimonios de la época dan cuenta de lo mismo: los ochenta fueron años durísimos en Medellín, y la música fue una puerta de salida para muchos jóvenes. La única que encontraron para sobrevivir.

La historia de Kraken había empezado un sábado de diciembre, nueve meses antes de su debut en el Teatro Lux. Elkin llegó en la moto de un amigo a una casa de un barrio acomodado, donde ensayaba una banda sin nombre ni líder visible. Eran cuatro músicos aficionados pero muy talentosos, unos de 16 y otros de 17 años, que dejaron una buena impresión en él, cinco años mayor que ellos y con más experiencia en la música.

Unos meses y uno que otro encuentro esporádico después de ese sábado, la voz de Elkin Ramírez se unía a las guitarras de Hugo Restrepo y Jaime Tobón, al bajo de Jorge Atehortúa y a la batería de Gonzalo Vásquez.

Skiner y The Shoes fueron dos de los nombres que barajaron. Un día Elkin reunió al grupo en su casa y le contó lo poco que sabía sobre la leyenda del séptimo titán de una mitología antigua. Y en junio de 1984, bajo el signo de Kraken, el Titán comenzó a rugir junto a su primera alineación.

Del show en el Teatro Lux no le quedaron ganancias a la banda. Los 200.000 pesos que recaudaron en taquilla se esfumaron en costos de producción, alquiler del lugar e “impuestos” para evitar inconvenientes con la autoridad. Luego de cantar una cuidada selección de covers, Elkin se fue sin plata a su casa. Pero con la ilusión de ver con vida a Kraken, su creación.

En el segundo concierto de la banda, organizado por Elkin en un parqueadero de la calle 71 de Manrique, el vocalista le lanzó al público una bufanda de colores que se disputaron varias mujeres. Amparo recuerda hoy que en ese momento pensó: “Tan locas, él no es famoso todavía y ya se están peliando por sus prendas”. El fenómeno que sería Kraken para el rock nacional, y las pasiones que despertaría su líder y vocalista Elkin Ramírez, empezaban a asomarse a mediados de la década del ochenta en escenarios para unas cuantas decenas de personas.

Al año siguiente, justo en 1985, en una columna del periódico El Colombiano, el periodista Carlos Acosta, uno de los más visibles promotores del rock en la capital antioqueña, dijo que acababa de ver nacer el rock colombiano. La columna estaba inspirada en un ensayo de Kraken al que lo habían invitado. 

IX. No te detengas

Enfundado en una gabardina negra que le llega al tobillo, un pantalón blanco, unas botas Converse negras, una blusa vaporosa de color marrón y un esqueleto negro, Elkin —cara de niño bueno, flequillo y pelo hasta los hombros— canta “Palabras que sangran”.

Lleva puestos dos anillos gruesos con incrustaciones de piedra azabache en los dedos de la mano izquierda, y uno de metal cobrizo en la derecha; dos cadenas sobre el pecho peludo y una pulsera dorada en cada muñeca.

Corre 1989 y está presentando su segundo disco de larga duración, Kraken II, en El show de las estrellas, de Jorge Barón, para entonces el musical más popular en la televisión abierta colombiana.

—Yo era feliz viendo a mi muchacho por televisión. Le decía: “Ahí estás en tu salsa, miráte” —dice su mamá.

Era la segunda vez que salía en ese programa. La primera había sido el año anterior, cuando presentó Kraken I.

—Kraken II es una joya —dice Álvaro González, El Profe, director de la emisora bogotana Radiónica y fan de la banda desde que la vio en El show de las estrellas—. Ese disco es más progresivo y no es el heavy metal tradicional de Kraken I, que no me gustaba tanto, aunque me impactó “No me hables de amor”.

Me atormentan sus mentiras
quiero ir en busca de la noche
hoy me siento muerto en vida
solo tiene para mí reproches

Elkin volvió a El show de las estrellas cinco años después para presentar Kraken IV, piel de cobre. El pelo le caía varios centímetros por debajo del hombro. Tenía puesta una camisa blanca tipo Nerú apuntada hasta el último botón y metida en un jean. Blazer largo color café con hombreras acolchadas, solapas anchas y botones brillantes, y botas tejanas de tacón corto. Por encima de la camisa le colgaba una cadena de plata con un dije en forma del logo de la banda: la K que rebasa los límites de un círculo.

Habían transcurrido diez años desde la fundación de Kraken. Ya la banda había grabado dos discos sencillos de 45 revoluciones, de los que se vendieron 6.000 y 8.000 copias, y cuatro LP exitosos. Ya había tocado para miles de personas en coliseos y teatros de varias ciudades del país, capitales e intermedias. Ya una de sus canciones había sido número uno en las emisoras. Ya Elkin sabía lo que era ser abucheado en Medellín y en Armenia por hordas de punkeros y metaleros que despreciaban su música, su voz, sus letras, su estética.

Pero también sabía lo que era ser aclamado en escenarios bogotanos del calibre del desaparecido bar Keops o La Media Torta. Ya había escrito la canción con la que les respondió a los envidiosos que su voz no había muerto a causa de un supuesto cáncer de garganta. Ya había estado a punto de tirar la toalla y ya había “tomado un nuevo aliento”. Ya la banda había sufrido las deserciones de tres de los cuatro músicos de la alineación inicial. Ya Elkin había tenido que recomponer el barco varias veces. Ya lo habían hospedado como a una estrella en el Hilton de Caracas. Ya llevaba años saboreando la fama, o mejor, disfrutando, sin ínfula de divo alguna, el cariño de un público que lo elevaba a la categoría de artista de culto.

Pero el saldo rojo en su bolsillo continuaba. Y ya los conciertos multitudinarios iban quedando en el pasado. 

X. Danzando en soledad

En los primeros años de la década del noventa, cada vez que se quedaba sin plata, Elkin recurría a uno de sus objetos más preciados: el minicomponente, que envolvía en vinipel y llevaba a una prendería en la calle 30 con 76, en Belén. Luego lo sacaba y cuando volvía a quedar sin liquidez lo empeñaba nuevamente.

—Llegó a empeñarlo tanto que ya ni Elkin ni el administrador de la prendería desempacaban el aparato —dice César Toro—. Con los quince o veinte mil pesos que le daban por el minicomponente pagaba los servicios y compraba atún para sobrevivir.

Una temporal y modesta tabla de salvación fueron las pulseras y camisetas de Kraken que él mismo diseñaba y vendía.

La segunda mitad de esa década la describe Elkin en el libro de González como un periodo de mucha soledad y angustia, pero también de incubación de proyectos nuevos.

No quiere venderse a una industria que lo exhorta a componer música más comercial. Kraken no despega económicamente, y lo que resulta aún peor para un idealista y romántico como Elkin, más interesado en cantar sus canciones en vivo que en hacerse rico, es que no se percibe una proyección internacional de la banda más allá de los vecinos Ecuador y Venezuela. La nueva alineación trata de convencerlo de llevar el rock duro de Kraken a un puerto al que Elkin no están interesado en llegar, como el grunge o el rock alternativo.

En ese río revuelto, un productor autoritario saca de la grabación del álbum Kraken V los bajos y las guitarras, y deja un sonido opaco, sin la energía habitual de la banda. Con el pop de ese disco, dice el productor, la agrupación se va a internacionalizar. El resultado, por supuesto, no le agrada a Elkin.

Para rematar, Jorge Atehortúa, el último integrante que quedaba de la primera alineación, se va de Kraken en 1995. Elkin queda solo y con deudas tras el lanzamiento del quinto disco de la banda. Si tenía dinero para desayunar, no le alcanzaba para el almuerzo ni para la comida, cuenta hoy uno de sus mejores amigos.

—Sin embargo fue una época muy bonita del artista llevado económicamente, pero con su sueño todavía vivo, pensando en nuevos discos, buscando nuevos músicos —dice Jorge Córdoba, a quien Elkin le confiaba sus anhelos y fracasos en el amor y en la música, y con el que solía irse caminando a un bar a un par de kilómetros de su casa, donde solamente lo conocían el mesero y un barman que cuando lo veía entrar ponían baladas: Nino Bravo, Camilo Sesto y compañía.

Fiel a su talante obstinado, en la segunda mitad de la década de los noventa, Elkin vuelve a surfear la ola, y esquiva el temporal haciendo lo que mejor y más le gusta hacer: cantar. Reorganiza la banda y salda las deudas que le dejó su última aventura discográfica. Treinta conciertos dentro y fuera de Medellín y un show en el Festival Rock al Parque en Bogotá con lleno absoluto le renuevan la esperanza. Para entonces la escena cultural de su ciudad empieza a estancarse. Las inquinas —algunas huelen a envidia— en su contra por parte del ala más conservadora del metal local se dejan sentir de diferentes maneras. De la cacareada “Capital del rock” de comienzos de la década queda poco.

Elkin recarga la energía y empieza a convencerse de que ya va siendo hora de volar, de que en materia profesional ya no tiene nada más que hacer en Medellín, de que su futuro, el futuro de Kraken, está en Bogotá. Pero el proceso le toma cinco, seis años en los que se mueve a la deriva entre Medellín y el Eje Cafetero, en conciertos a veces exitosos y otras veces sin pena ni gloria. Cuando acaba de convencerse de que es tiempo de partir, en 2003, se va para Bogotá y vuelve a empezar. Solo. Con muy poco, con poquísimo dinero.  

XI. Desde el exilio

Al cabo de una semana de capotear el viento frío de agosto, Elkin estuvo a punto de contraer una neumonía. Las dos primeras noches en Bogotá las pasó en la banca de un parque porque no quería importunar a nadie pidiéndole posada. Una amiga lo recibió en su casa y lo cuidó por unos días. De allí salió a buscar un techo en algún barrio donde los arriendos se acomodaran a su bolsillo magro. Encontró un apartaestudio en Álamos, la zona del occidente bogotano en la que viviría durante los diez años siguientes. 

Tardó alrededor de un año en consolidar una nueva alineación para Kraken, con la que cerró, ovacionado por 70.000 personas, una fecha en Rock al Parque pasada por granizo. Reeditó en versión doble lujo de Huella y camino. De ese álbum se vendieron 10.000 copias, una hazaña en momentos de crisis para el mercado del disco.

A todos lados iba con una mochila en la que guardaba unas veces una agenda y otras un bloc de hojas amarillas donde anotaba las citas o esbozaba letras nuevas. Y no le podía faltar algún dispositivo para escuchar música cuando iba en bus, caminando o en bicicleta, sus medios de transporte. Porque nunca tuvo carro.

En una modistería a dos cuadras de su casa en el occidente de Bogotá mandaba a hacer sobre medida la ropa que usaba en los shows, y con la que en ocasiones también andaba por ahí. Él mismo diseñaba su atuendos. Definía los materiales, los acabados. Su ajuar incluía cueros, gamuzas; gabanes, botas hasta arriba de la rodilla, bufandas largas. Tenía claro que al subirse a un escenario debía encarnar a un personaje.

Con el fin de equilibrar ingresos, en el garaje de una casa montó un bar que bautizó con el título de una de sus canciones: “Rostros ocultos”. Duró poco tiempo. Después, en otra casa de la misma calle, abrió Aztlán, un bar donde programaba toques acústicos. Hacía todo, desde armar, desarmar y limpiar las mesas, hasta servir el trago y poner la música: Men at Work, Eurythmics, rock progresivo, pop de los ochenta. Vivía en el segundo piso de un edificio de tres niveles, con una mujer y Duncan, un bóxer grande.

En 2005 Kraken compartió tarima con Rata Blanca y Ángeles del Infierno en la Plaza de Toros de Quito, Ecuador, con lleno hasta las banderas, como dicen los reporteros taurinos. Ese mismo año trabajó con la Orquesta Filarmónica de Bogotá y logró lo que ninguna banda de rock en estas tierras había conseguido hasta entonces: ensamblar sus canciones a la base sinfónica de un centenar de músicos y grabar un disco: Kraken filarmónico, sexto disco de la banda del séptimo titán.

Una nueva generación de fans en Bogotá y Medellín empieza por esos años a conocer y respetar a Kraken. Las discordias dentro de la escena del rock y el metal en Medellín parecen disiparse. Elkin ha madurado como artista, sigue manteniendo la coherencia entre lo que dice y lo que hace, no deja de oír su voz interior y no está dispuesto a venderle el alma al diablo. Y eso se nota.

De la fidelidad de Elkin siempre a sí mismo da fe Luis Ramírez, el bajista virtuoso que no abandonó nunca el barco desde que Elkin lo reclutó en 2004, en una audición a la que el aspirante llegó con las partituras aprendidas de “Vestido de cristal” y “Extraña predicción”, la canción de Kraken más difícil de interpetrar, según sus músicos.

—Pero patrón, son ocho millones a la semana. ¡Ocho millones! —le repitió Luis el día que Elkin les contó que había rechazado la oferta de un canal de televisión para ser jurado de un reality de cantantes y bailarines.

Para Elkin, aceptar dicha oferta equivalía a convertirse en poco menos que una caricatura.

Fue esa verticalidad, esa voluntad férrea de mantenerse en su senda la que, aunada a la honestidad de sus letras, le granjeó el respeto y el afecto de sus fans. Por eso, su mamá dice:

—Salir con Elkin era horrible. Uno iba con él a hacer una diligencia y se podía demorar unas dos horas para llegar donde fuera, porque todo el mundo lo quería saludar, abrazar. Y él siempre tenía una sonrisa para todos, un saludo.

En los conciertos le lanzaban flores, brasieres, cucos. Una vez, en la plaza del municipio de Soacha, una mujer le arrojó una prenda. Elkin creyó que era una camiseta y se la puso en la cintura sujetada al pantalón. Hacia el final del tema que estaba cantando se dio cuenta, ruborizado, de que era un brasier.

Ha sido tal la afición del público por la banda y tan profunda la admiración que se le profesa a su vocalista, que un fan le puso a su hijo Kraken. Hoy el muchacho debe tener 15 o 16 años. 

XII. Sobre esta tierra

La última vez que Elkin visitó a su padre fue el 5 de julio de 2015. Los calambres que había empezado a sentir se hacían cada día más intensos. Daniel le sobó la pierna con una pomada. A diferencia de tantas otras veces, aquella tarde no se tomaron ni un trago. Daniel hizo un chocolate parviao, con galletas y pandequeso. Se sentaron a comer y a escuchar boleros de Fernando Valadés.

Por qué no he de llorar
si lo que más quería
que fue mi noche y día
se acaba de marchar…

—Me quedé muy preocupado cuando bajó las escaleras con mucha dificultad —dice Daniel Ramírez en su apartamento en Medellín.

Unos meses atrás Elkin había comenzado a tener dolores de cabeza. En el penúltimo concierto que daría en su vida, le dijo a Lucho, el bajista, que se sentía mal. Esa noche se presentaban en el Teatro Metropol, en Bogotá, pero no pudieron terminar de tocar porque la policía cerró el lugar, aduciendo que no contaban con todos los permisos. Un comandante de estación ordenó apagar la planta de energía y el concierto se acabó.

Diez días después, en el Instituto Neurológico de Medellín, le hicieron un TAC y una resonancia magnética, y encontraron que tenía un gliosarcoma al lado izquierdo del cerebro: un tumor cancerígeno de grado 4, el más dañino, que tiende a crecer y a diseminarse con rapidez.

Con la amarga noticia a cuestas pero armado de esperanza, voló a Bogotá a cantar en el Royal Center. Sería el último concierto de Kraken con el Titán al mando. Al final del show, Elkin les dijo a sus músicos que seguía sintiéndose mal.

Regresó a Medellín para entrar al quirófano y someterse a una cirugía en la que le extrajeron el noventa por ciento del tumor. A la operación le siguieron sesiones desgastantes de radio y quimioterapia. Al comienzo reaccionó de manera positiva. Familiares y amigos confiaban en que superaría la enfermedad.

—Inclusive algunos meses después estaba componiendo las canciones del último disco —afirma su padre—. En marzo fui con él a una notaría de Laureles a registrar las canciones. “Papá, ya tengo casi listas las diez canciones del nuevo disco”, me dijo. Y se fue para Bogotá a empezar a grabarlo.

El disco Sobre esta tierra terminaron de producirlo en una finca a cuarenta minutos de Medellín, en Carmen de Viboral, para evitar el viaje de Elkin a Bogotá, pues ya la enfermedad le tomaba ventaja y lo que más le convenía era permanecer cerca del núcleo familiar. Que el Titán se resistía a la agonía prematura de su voz vibrante lo demostró el vigor con que grabó nueve canciones en dos días y medio.

XIII. Lágrimas de fuego

En junio de 2016 regresó el malestar a su cuerpo, y durante cuatro días cayó en una cama de hospital. En julio volvieron a internarlo. Los primeros días de agosto una recaída lo obligó a volver a la sala de urgencias del Instituto Neurológico, donde un especialista encontró que el tumor había crecido. El 8 de agosto le practicaron una segunda cirugía.

—A partir de entonces se empezaron a degradar su salud, su lenguaje, sus movimientos. Y ahí lo tenemos… Esperando lo que Dios mande —me dijo Daniel Ramírez veinte días antes de contarme por teléfono que su hijo llevaba cuatro horas sin vida.

Los tratamientos para combatir una enfermedad como la suya son costosos. Debía recibir a diario inyecciones anticoagulantes y tomar vitaminas y medicamentos para evitar las convulsiones, los dolores y la depresión. Subió ostensiblemente de peso y la barba le creció.

Según Daniel, estuvo en las mejores manos: tres neurocirujanos, un radiólogo y un oncólogo eminentes atendieron a Elkin con paciencia y constancia. Hasta el 23 de diciembre de 2016 caminó con bastón. En la noche del 16 de enero tuvo mucha tos. Al día siguiente, Daniel, Amparo, La Mona, a quien Andrés llamó de urgencia, lo llevaron a la clínica en una ambulancia.
 

XIV. Razones desnudas

Las pinturas que cuelgan de las paredes de la sala y el comedor de la casa de Oliva Zapata son obras de Elkin. En una de ellas una mujer desnuda, de piel morena y pelo plomizo, mete la cabeza entre las piernas. En otra, lo que parece ser una ola negra gigante se interpone entre las caras de dos mujeres jóvenes de rasgos afilados.

El artista que pintó esos cuadros dejó de repente de pintar y de cantar, y empezó a articular, con dificultad, apenas unos cuantos monosílabos. Un apretón de mano, una sonrisa o un movimiento de ojos era todo lo que podía hacer para comunicarse con sus seres queridos. En ocasiones se le salía una lágrima.

Un par de veces sus “muchachos”, como se refería a los integrantes de la banda, se ubicaron alrededor de su cama y le cantaron sus canciones. Entre Oliva y su hermana Clara lo bañaron, lo vestieron, le dieron la comida y le cepillaron los dientes. Amparo, La Mona, le dio el tinto con cucharita algunas mañanas. Daniel fue el responsable de concertar las citas médicas y de solicitar las medicinas en la EPS, y cada día pasaba cuatro o cinco horas junto a él, acompañándolo, velándole el entresueño.

—Me he pegado unas lloradas tremendas. Pero son las cosas del destino. Es la vida y hay que aceptarla. Yo creo que mi hijo se realizó y disfrutó su existencia lleno de optimismo, siempre con una sonrisa, riéndose a toda hora. Nunca lo vi triste, nunca lo vi preocupado. Era un gozón de la vida. Jamás lo vi bravo ni renegando.

XV. Muere libre

La pancarta que en octubre de 2016 pusieron los músicos de Tres de Corazón frente a la ventana de Elkin ahora cuelga en la pared central del Teatro Lido, en el centro de Medellín. En el escenario están los restos de Elkin Ramírez, el alma de Kraken, el séptimo titán de una mitología oscura, el líder de la única banda de rock colombiana que cumplió treinta años en activo. Hasta este lugar se acercan cientos de personas el penúltimo día de enero de 2017 a darle el último adiós a un héroe que hizo soñar a legiones de jóvenes rebeldes con la posibilidad de la libertad y con la quimera de conformar una banda de rock.

El ser humano valiente cuyo brío en el escenario contrastaba con la dulzura que quienes lo trataron atestiguan, deja a su paso por la Tierra una estela radiante de inspiración y sano inconformismo.

Aún quienes no lloraron su partida ni gustaron nunca de su heavy metal glam reconocen su valía. Músicos de diferentes géneros y amantes de la música han manifestado en las redes sociales sus condolencias a la familia y sus respetos a la memoria del Titán.

—Elkin Ramírez resultó con más admiradores de los que algunos pensábamos que tenía. Pero es comprensible, porque la luchó por treinta años y logró resultados que ninguna banda en Colombia ha obtenido —dice José Gandour, editor de la página Zona Girante, que asegura que, gústenos o no su música, la muerte de un personaje de la envergadura de Elkin tendría en países como Argentina, por ejemplo, un despliegue mucho mayor del que tuvo aquí, donde los noticieros le dedicaron apenas un minuto a la noticia de su fallecimiento.

Unos meses antes de su muerte algunos amigos lo escucharon soñar en voz alta con la idea de abrir un museo para exponer sus pinturas y el material visual de Kraken. También había hablado de fundar una casa cultural con programación de conciertos.

Pero en septiembre de 2016, cuando lo irreversible de su condición se hacía evidente, Elkin le dijo a Jorge Córdoba:

—Hice de todo en la vida. Lo único que me faltó fue lanzarme por paracaídas.


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